Juárez amaneció, otra vez, con un cuerpo en el asfalto y una granada de miedo entre los dientes. Un abogado fue ejecutado a unos pasos de la Fiscalía, ese lugar donde supuestamente habita la justicia y se refugia la ley. No fue en un callejón, no fue en la madrugada: fue en pleno domingo, a plena luz del día. Ni simbólico ni casual: esto fue un mensaje.
No fue un crimen, fue una demostración de fuerza. Los sicarios no eligieron ese lugar por casualidad: querían dejar claro que ni la supuesta “zona segura” lo es. ¿Dónde está el operativo? ¿Dónde, la indignación? Mientras tanto, la Fiscalía sigue produciendo boletines, no justicia.
¿Quién protege a quienes trabajan por la justicia cuando ni los edificios de justicia intimidan a los criminales? Y no hablamos solo de abogados. Hablemos de las personas que acompañan a víctimas de delitos, los profesionales de la CEAVE —la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas—, que denuncian hostigamiento laboral y condiciones insostenibles para hacer su trabajo. Lo que debería ser un refugio institucional parece haberse convertido en un campo minado de violencia burocrática.
En esta tierra de impunidad, las víctimas no solo son ignoradas: a veces, son quienes tienen que sostener el sistema con sus propias heridas abiertas. Y si no se alinean, si alzan la voz, reciben más castigo que respaldo. Un estado donde las víctimas atienden víctimas, mientras los perpetradores caminan impunes, es un estado fallido disfrazado de república funcional.
La ironía es tan grotesca que duele: quienes deberían contener el dolor son torturados por el sistema. Esto no es negligencia, es sadismo burocrático. Si ni siquiera aquí hay compasión, ¿qué esperanza queda para las víctimas reales?
Y mientras esto sucede en el lado mexicano de la frontera, en Estados Unidos se endurecen las redadas, se multiplican los abusos, se deporta sin rostro ni nombre. Claudia Sheinbaum, presidenta de México, ha exigido respeto para los migrantes detenidos. Bien. Es correcto. Pero el respeto también empieza por casa. Porque es difícil exigir trato digno en el norte cuando en el sur les negamos protección incluso a quienes luchan por los derechos humanos.
“No es con redadas ni violencia”, dice. Tampoco es con discursos, señora presidenta. México lleva décadas exportando migrantes porque aquí no hay futuro para ellos. Hasta que no entendamos que el respeto se gana con oportunidades, no con arengas, seguiremos viendo cómo se van… o cómo los deportan.
EPÍLOGO: EL PAÍS QUE SE DEVORA A SÍ MISMO
Abogados muertos en “zonas seguras”, instituciones que torturan a quienes deberían sanar y líderes que confunden Twitter con política migratoria. México no necesita más diagnósticos: necesita dejar de ser su propio verdugo.
En esta ciudad, en este país, ya no se puede seguir fingiendo que todo se trata de discursos. Hoy, lo que urge es garantizar que nadie sea ejecutado por creer en la ley. Que ninguna víctima tenga que luchar sola. Y que la justicia, de una vez por todas, deje de esconderse.