Qué bonito es vivir en la ciudad donde “por fin” es la palabra favorita de los funcionarios. Hoy el gobierno anunció con bombo y platillo que iluminarán el Camino Real, ese tramo olvidado donde, hace tres administraciones, prometieron enterrar los cables.
“Es prioridad”, dijeron en 2022.
“Está en proceso”, aseguraron en 2024.
Y hoy, en 2025, cuando ya hasta las piedras del camino memorizaron la oscuridad, por fin llegarán los postes. Bravo.
En esta ciudad, donde la oscuridad suele ganarle terreno a la esperanza, por fin una buena: casi tres kilómetros de esa vía por la que miles transitan cada día sin más compañía que la negrura del desinterés gubernamental por fin tendrá luz. Y aunque esto no debería ser noticia —porque iluminar calles es lo mínimo que una ciudad merece—, lo es. Porque aquí estamos acostumbrados a que el olvido sea lo cotidiano y el progreso, la excepción.
La inversión es importante: más de 26 millones de pesos para 280 luminarias, cableado, postes y transformadores. Bienvenidos sean. Aunque ya sabemos que lo más caro no siempre es lo mejor… y si no, que pregunten en el Club Campestre.
Ahí, donde los apellidos pesan más que las firmas y los tragos se sirven fríos aunque la sangre esté caliente, alguien desvió 215 millones de pesos. ¡Doscientos quince! En una asociación civil que, se supone, representa lo más exclusivo de la ciudad, resultó que lo más fino era también lo más fraudulento.
Repito: 215 millones de pesos se esfumaron más discretamente que un mesero cuando tocan el plato de la cuenta. Lo curioso no es el robo (en esta ciudad, hasta el aire acondicionado de presidencias municipales tiene patas), sino la elegancia del desfalco: ni un balazo, ni un vidrio roto. Puro “ajuste contable”, como si alguien hubiera confundido la caja fuerte con una alcancía de “tómalo, es tuyo”. Las investigaciones avanzan, claro: a la velocidad de un partido de golf en domingo.
El desfalco fue interno, silencioso, pero monumental. Las auditorías apenas están en curso, pero la gran pregunta no es quién lo hizo —eso lo sabremos—, sino cómo fue que nadie lo notó. O peor: ¿quiénes prefirieron callar?
Y hablando de velocidad (o falta de ella), hablemos de las ruteras juarenses: siete de cada diez ya tienen edad para votar, pero siguen rodando como si fueran carretas del siglo XIX. Cada unidad es un museo ambulante: asientos que crujen como huesos reumáticos, ventanas que no bajan (pero tampoco suben) y motores que tosen más que un fumador empedernido.
Los usuarios, expertos en yoga urbana para esquivar tornillos sueltos, ya ni se quejan: saben que en Juárez, lo viejo no se repara… se hereda.
Ojo, no es que estén viejas, es que no están tan nuevas y psss, ni cómo sacarlas de circulación. Porque, además de que un gran porcentaje de ellas ni siquiera está “en regla”, súmele que el servicio sigue siendo errático, la frecuencia inconstante y la experiencia, una ruleta rusa sobre ruedas.
Epílogo: Juárez, la ciudad donde todo es urgente… pero nada es prioritaro
Tres temas, un mismo hilo conductor: la necesidad urgente de hacer las cosas bien desde el principio. No a medias. No sólo cuando hay presión. No sólo cuando ya es escándalo.
Hacerlas bien porque Juárez lo merece. Porque no basta con prender una lámpara si el resto de la ciudad sigue a oscuras en transparencia, en justicia y en servicios públicos.
A veces, las buenas noticias no alcanzan para maquillar lo que está roto. Pero se agradecen. La clave está en no conformarse. En reconocer lo que se hace bien y exigir lo que falta. Porque Juárez no necesita milagros. Necesita voluntad.