19°

Ciudad Juárez, Chih. México
3 de octubre 2025

Dirección: Héctor Javier Mendoza Zubiate

Un día que México no olvidará

Janeth Escobedo / Analista Política

La tarde del 10 de septiembre de 2025, Ciudad de México vivió una de las tragedias más brutales de los últimos años: la explosión de una pipa de gas que transportaba 49 mil litros de gas licuado de petróleo en la zona de La Concordia, en Iztapalapa. El estallido dejó un saldo de personas fallecidas y decenas de heridos, además de una huella imborrable en la memoria de quienes fueron testigos directos e indirectos de un horror que se escuchó y sintió a kilómetros de distancia.

Las imágenes circularon de inmediato: ráfagas de fuego de más de 30 metros de altura, autos consumidos por las llamas, familias que corrieron por su vida, cuerpos de emergencia que luchaban contra el tiempo. La ciudad se paralizó. Y, al mismo tiempo, quedó expuesta la fragilidad de la seguridad en el transporte de combustibles y los vacíos en la regulación que, una vez más, nos cuestan vidas.

No se trata de un “accidente aislado”. La explosión en Iztapalapa desnuda fallas estructurales. ¿Cómo es posible que un vehículo de tales dimensiones, cargado con toneladas de material altamente inflamable, circule por una de las zonas más densamente pobladas de la capital sin un protocolo riguroso de prevención? El transporte de combustibles por carretera en México ha sido una bomba de tiempo durante años, ignorada por gobiernos y empresas que prefieren la inercia de lo barato a la inversión en seguridad.

La jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum, anunció que se fortalecerán las medidas de seguridad. Pero el país ya conoce la historia: cada vez que ocurre una tragedia, se prometen protocolos, inspecciones, auditorías. Y, una vez que la atención pública se diluye, las medidas se olvidan. Mientras tanto, miles de pipas continúan recorriendo calles, carreteras y avenidas, muchas veces con choferes mal capacitados, horarios de trabajo extenuantes y vehículos en condiciones cuestionables.

Detrás de las cifras oficiales hay vidas arrancadas de manera abrupta. Personas que salieron rumbo al trabajo, a la escuela o simplemente a hacer un mandado jamás imaginaron que el fuego se interpondría en su camino. Familias enteras quedaron desgarradas por la ausencia de un ser querido. El dolor de Iztapalapa es un recordatorio brutal de que la negligencia institucional y empresarial se traduce en duelos colectivos. Pero también hay historias invisibles que aún no se cuentan: la del chofer de la pipa, la de quienes intentaron auxiliar en medio de las llamas, la de los paramédicos y bomberos que arriesgaron su vida para contener lo incontenible. Cada una de esas narraciones es parte del mosaico de una tragedia que no debe reducirse a una estadística.

La pregunta es inevitable: ¿cuántas vidas más deberán perderse para que las autoridades y las empresas transportistas asuman con seriedad la responsabilidad de movilizar sustancias tan peligrosas? La respuesta no puede esperar al siguiente desastre. El Estado mexicano debe garantizar rutas seguras, revisar la viabilidad de seguir trasladando gas en pipas por zonas urbanas y sancionar de manera ejemplar a quienes incumplen con las normas. No hacerlo equivale a condenar a la ciudadanía a vivir con miedo, sabiendo que cualquier día, en cualquier esquina, la rutina puede convertirse en infierno.

Lo ocurrido en Iztapalapa nos recuerda que la vida es frágil y efímera. México está de luto, pero también debería estar en reflexión. No podemos normalizar que tragedias de esta magnitud se repitan sin consecuencias claras para los responsables. La justicia no debería limitarse a palabras de condolencia, sino traducirse en acciones firmes que protejan la vida de quienes habitan esta ciudad y este país.

El 10 de septiembre de 2025 quedará marcado como un día de fuego y dolor. Pero también debería ser un parteaguas: el momento en que México decidió dejar de mirar hacia otro lado y exigir seguridad real. Porque la vida de cada ciudadano vale más que cualquier cálculo económico o burocrático.

Un país que olvida sus tragedias está condenado a repetirlas. Y México ya no puede permitirse un olvido más.

Que las víctimas de Iztapalapa no sean solo un número en la memoria nacional, sino un recordatorio de que el dolor ajeno también nos pertenece y nos obliga a ser más humanos.

Compartir
Facebook
Twitter
WhatsApp