21°

Ciudad Juárez, Chih. México
15 de octubre 2025

Dirección: Héctor Javier Mendoza Zubiate

La tormenta que desnuda nuestra indiferencia

Otra vez llovió, y otra vez Juárez, como una Venecia de bolsillo estilo Temu, se ahogó. No en agua, sino en la resignación de sus habitantes. Bastó una tormenta nocturna —de esas que parecen inofensivas hasta que el drenaje confiesa su miseria— para que la ciudad amaneciera como un pozo de absorción gigante: vehículos varados, casas anegadas, calles intransitables y la misma postal de siempre, donde el agua revela lo que el gobierno tapa con discurso.

Los socavones se duplicaron, los baches se convirtieron en trampas y el pavimento —ese que se presume se bachea seguido por el municipio y la J+, que se pelean entre sí— volvió a ceder ante la primera muestra de la naturaleza. Pero lo verdaderamente grave no es que Juárez se inunde, sino que los juarenses ya ni se sorprenden. Se vuelve rutina. Se asume con un encogimiento de hombros y una frase que parece parte del paisaje urbano: “Así es aquí, ni modo”.

Y ahí está el verdadero desastre. Porque mientras la lluvia nos recuerda la ausencia de planeación, también nos exhibe la pasividad social. Cada charco es un espejo donde se refleja nuestra costumbre de dejar hacer, dejar pasar. De votar por los mismos, de quejarnos en redes, de compartir videos de avenidas convertidas en ríos… pero de no exigir, de no organizarnos, de no ponerle nombre y apellido a la negligencia.

La ciudad se inunda por falta de drenaje pluvial, sí, pero también se inunda por falta de ciudadanos activos. Y mientras sigamos esperando que la solución venga “de arriba”, el agua seguirá bajando —literal y simbólicamente— para recordarnos quiénes somos como sociedad: espectadores empapados de nuestra propia miseria e indiferencia.

El alcalde Pérez Cuéllar hablará de “precipitaciones atípicas”, los funcionarios dirán que “se trabaja en protocolos”, y en unas horas todo volverá a la normalidad… hasta la próxima tormenta. Así, el círculo del abandono se repite. Pero el cambio no empezará cuando pavimenten bien, sino cuando la gente deje de normalizar lo inaceptable.

Juarenses, el cambio no cae del cielo –ni con lluvia ni con visitas presidenciales, ni cambiando de partidos en el poder–; se construye en las calles, con juntas vecinales que exijan planeación, no parches. Porque si no nos involucramos, los gobernantes seguirán vendiendo “renovaciones” mientras el agua nos llega hasta el cuello.

Y mientras Juárez se ahoga en baches y desinterés, en el resto del estado un grupo de campesinos bloqueó trenes y carreteras exigiendo diálogo con el gobierno federal. Entre ellos, destacó una voz que nunca se calla: Julián LeBarón, que solicitó deshacerse de la indiferencia ciudadana y así unidos exigir al gobierno soluciones para la sequía en el estado de Chihuahua, que los granos básicos queden fuera del T-MEC y un trato justo a todos los chihuahuenses, porque a ellos los criminalizan por comprar gasolina en Juárez —porque es más barata—, pero ¿por qué ir hasta allá por ella?

LeBarón, ese líder que surgió de las cenizas de una masacre familiar para convertirse en un faro de justicia, alza la voz de nuevo, manifestándose para exigir un diálogo directo con Sheinbaum y Ebrard que no se quede en promesas etéreas.

Julián es una figura incómoda para todos los niveles de poder porque no se acomoda a ningún partido ni se deja seducir por reflectores. Representa ahora a los campesinos –un grupo sumamente vulnerable– y no pide permiso para levantar la voz. Su llamado a dialogar con Claudia Sheinbaum y Marcelo Ebrard no es un berrinche: es una advertencia. Detrás del bloqueo hay hartazgo, pero también organización. Y eso es precisamente lo que nos falta a muchos ciudadanos: el paso de la queja a la acción.

Podrán cuestionársele formas, pero no agallas. Cuando un líder cívico consigue poner al gobierno federal a la defensiva, está cumpliendo una función que las instituciones locales han olvidado: hacer que el poder escuche.

Su movimiento, que une a campesinos de Chihuahua con otros más del país, es un recordatorio de que la justicia no cae del cielo; se arranca de la tierra, con bloqueos que duelen, pero despiertan. Bien por LeBarón, que no se conforma con visitas presidenciales que inflan estadios; exige mesas donde el diálogo sea acción, no foto.

Y en el plano nacional, una nota de Reuters que salió hace apenas horas nos deja con la boca abierta y el estómago revuelto: Estados Unidos revocó las visas a más de 50 políticos y funcionarios mexicanos, abriendo un nuevo frente en la guerra contra las drogas, una escalada que deja boquiabiertos por su amplitud y sigilo. Según la agencia, la medida afecta principalmente a miembros del partido gobernante Morena, pero también a decenas de otros partidos, con solo cuatro casos confirmados públicamente —los involucrados lo niegan todo, por supuesto–.

La información no revela nombres, pero sí algo peor: la sombra de la duda sobre la integridad de nuestra clase política. Según la agencia, los casos están ligados a presuntos nexos con redes criminales y a operaciones financieras sospechosas. Que Estados Unidos haya decidido actuar unilateralmente —sin anunciar públicamente quiénes son los sancionados— refleja el nivel de desconfianza que existe hacia el sistema político mexicano.

No sabemos quiénes son los implicados, pero el silencio en el país es ensordecedor. Nadie exige aclaraciones, nadie demanda transparencia. Nos conformamos con la sospecha y seguimos como si nada. Como si no fuera un escándalo que más de medio centenar de funcionarios y exfuncionarios hayan perdido su visa por presunta relación con el crimen organizado.

Y ahí, de nuevo, aparece el patrón: indiferencia ciudadana. El país puede estar podrido, pero mientras haya fútbol, telenovela o influencer del momento, el escándalo se disuelve. No hay reacción social, no hay indignación colectiva. Nos ahogamos también en eso.

Compartir
Facebook
Twitter
WhatsApp